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Olga Bula Escobar. Dos cuentos

olga-bula-escobarEscritora colombiana, Olga Bula Escobar, nos invita a la lectura de dos breves cuentos.

 

 

 

Olga Bula Escobar
Dos cuentos

 

Amazona

Al nacer Julia se enredó en el cordón umbilical, no salía, se ahogaba, y cuando al fin salió no lloró. Las enfermeras le dieron nalgadas hasta que soltó un gemido. Me la puse en el pecho, la apreté fuerte contra mí y pegué su boquita al pezón. No chupaba, ya lo hará, dijeron, tenga paciencia, señora. Salimos del hospital, nos la llevamos a la finca, creció jugando con los perros y los gatos, hacía casitas con el estiércol de caballo y la paja de los establos, se ponía los huevos de las gallinas tibios en las mejillas, hablaba con los loros, la arrullaban el canto de los alcaravanes y las tonadas de los vaqueros. En casa le enseñamos a bailar joropo, a nadar en el río y a escuchar el llamado del arpa.

Una tarde oí un ruido en la habitación donde Julia dormía. Cuando fui a ver qué pasaba descubrí al padre manoseándola. La tenía sentada encima, tocándole las teticas y metiéndole las manos entre las piernas mientras le silbaba al oído.

Lo maté varias veces, como si una no fuera suficiente.

Esa noche soñé con puertas cerradas, con alambres de púas, alucinaba. Vomité las entrañas, se podían contar mis costillas, tenía los ojos hundidos, mis pómulos como navajas. Nadie entendería de ardores en el alma.

—Amor, nos vamos de viaje.
—Muy lindo mamá, ¿y qué hay en Cravo Norte?
—Las fiestas del pueblo, y un hermoso río, te gustará.

Agarré el jeep del abuelo, nos alejamos una tarde de cielos altos y azules. Durante el viaje la oía tararear joropos. Oscurecía, el alumbrado del pueblo formaba una aureola en el cielo. Sentí el atardecer sobre nuestras cabezas, el arrebol deslumbrante. Ahí estaba el caudaloso Casanare, y entonces el jeep se elevó y las luces penetraron el cielo encendido. Al acariciar el río interminable tuve la imagen fugaz de Julia en el fondo de sus aguas cristalinas. Tenía la dulzura de la muerte en la cara.

 

La Nena

La niña Pepa murió una tarde de jueves. Sus hijas la empolvaron, le pusieron una bata blanca bordada, aretes de oro y le hicieron la trenza.

El Arenal velaba a sus muertos nueve días y nueve noches. La anciana vivió su larga vida en la casona de palma donde cabían un almacén y una tienda. Para el velorio, el Negro arregló el patio de atrás con los taburetes de la sala de cine al aire libre que prestaban en las reuniones, y repartió café, agua de anís y Pielroja. La Nena mandó a matar dos cerdos y seis gallinas, y no faltaron los chicharrones y la yuca cocida durante los nueve días.

A las cinco de la mañana el Negro se levantaba a organizar la mercancía y terminaba a las cinco de la tarde, cansado de empacar azúcar y arroz en paquetes de libra y de dos libras, desenrollar alambre de púas, mantener al día el inventario y hacer los mandados. Antes de irse a dormir, La Nena amarraba rollos de billetes con un caucho, los guardaba en el depósito y los repartía por la mañana: a la cocinera para el mercado, a la empleada para el pago de los servicios, al Negro para la limosna de la Iglesia y dejaba uno en el bolsillo para los imprevistos.

Las hermanas no se parecían en nada. La Nena escondía sus voluminosas caderas sin gracia en anchos faldones de luto, mientras Mayo mostraba las nalgas respingadas debajo de faldas cortas, ceñidas al cuerpo.

—Deja de exhibirte así, le decía La Nena cuando la veía tan arreglada mostrando sus carnes.
—A ti qué te importa —le respondía amargada la hermana.

El Negro, que había llegado hacía diez años vendiendo baratijas, se había convertido en un hermoso muchacho, ancho de espaldas y de buena talla, con ojos verdes que relumbraban bajo la luz. Cuando salía del almacén se despedía de La Nena, daba la vuelta a la manzana y entraba a la tienda de Mayo sin que nadie lo viera.

Una tarde La Nena los descubrió tendidos en el piso, los vio por la rendija de la puerta. No podía dejar de mirar los dedos de ambos enterrándose en sus pieles húmedas. Desde entonces los espió todos los días. Acostados sobre esterillas en una esquina de la tienda, el Negro arriba abarcándola toda o Mayo sentada encima, él con las manos en los senos pequeños y ella meciéndose con los ojos cerrados. La Nena cruzaba las piernas y las apretaba con fuerza. Quería estar debajo del Negro, untarse de su sudor y gritar. Ya no podía mirarlo a los ojos mientras trabajaban en el almacén. Ahora, sin que él supiera, también ella lo poseía.

La Nena se levantó de la mecedora y fue a la cocina a echar un vistazo a los fritos y al café. Agarró una cuchara de palo y revolvió los chicharrones tratando de evitar el aceite caliente que chisporroteaba. Ahí estaba Mayo sentada en una butaca en la esquina de la cocina, tomando una taza de valeriana.

—¿Qué haces tú ahí? Pareces una momia. Mayo sorbía lentamente su bebida.

Pasados los nueve días con sus noches, apenas descolgado el retrato de la niña Pepa del altar, y apagadas las veladoras, Mayo oyó un golpe seco y fuerte en el patio. Se levantó de la cama de un salto, corrió a ver qué pasaba y vio al Negro tirado al pie de la puerta del depósito, y a La Nena al lado, inmóvil.

—¡Negro, abre los ojos, háblame, háblame! —decía Mayo, mientras abrazaba y sacudía ese cuerpo que conocía de memoria, como si pudiera espantarle la muerte—. ¡Eso era lo que querías, eso era, arrancármelo, vieja de mierda!

 

Olga Bula Escobar, escritora colombiana nacida en Sahagún-Cordoba, de madre antioqueña y padre caribeño. Es egresada de la Facultad de Derecho de la Universidad Externado de Colombia, con estudios de maestría en Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Bruselas. Su trayectoria profesional en Relaciones Internacionales la realizó en ciudades como París, Nueva Delhi y Camberra. Su pasión por contar historias la llevó a cursar la Maestría de Escrituras Creativas en la Universidad Nacional y la de Literatura en la Universidad Javeriana. Actualmente vive en Bogotá.