El infierno es con nosotros. Roberto Acuña

roberto-acunaPoeta y profesor, Roberto Acuña nos ofrece una selección de su nuevo libro El infierno es con nosotros (Mantra Edixiones, 2020).

 

 

 

El infierno es con nosotros
Roberto Acuña

 

PAULA

Paula tiene una hora precisa para ser Paula,
para sonar a ella, a platos rotos, a desastre.
Su biografía es la orgía de sábanas en la alfombra;
la mía con ella, el cigarrillo apagado
que deja entre mi boca.

Su entrepierna transpira insomnios, a Baudelaire, a negra
y ella tan rubia cuando amotina su belleza tras su escote,
cuando se pinta los labios o se riza el pelo
o cuando su voz en el teléfono ronronea el Roberto
como un maullido que sugiere todo…,
incluso mi nombre.

Chiflar y comer pinole es únicamente posible entre sus senos
y en el camino que mi lengua traza hacia la suya,
buscando no el beso, porque Paula no besa,
sino el hoy que es el rostro que por azar ha escogido Paula;
y digo Paula por mentar el día, la piel de Paula,
que es todo, menos, aunque quizá, incluso Paula.

 

EL INFIERNO ES CON NOSOTROS

Dentro del café la losa hería igual a su cara
Ninguno de los dos teníamos nombre
A ella la alumbraba la luz

Quemaba

Afuera el sol y sus desastres con la tarde
los trinos de los bebederos y de las aves
estaban hechos polvo
El quebranto se estanca entre las costillas
los pulmones se crispan
Revienta contra los huesos el aire
tan abandonado y perdido
en su oficio de ser nadie y para todos

Paso a paso escucho el eco
de lo que soy
y dejo
Ella atiende y prepara el café
Me acomodo en la mesa de ninguna parte
Una frase basta
cualquier cosa
como "qué le sirvo"
o "en un momento vuelvo"
y el infierno se sienta con nosotros
nos ofrece las mismas cartas siempre
y siempre las tomamos

El sol nació y morirá enrabiado
Ya no levanto la cara al cielo
para qué
no tiene sentido mirar la luz
no tiene sentido lo informe
lo que sólo existe en quemadura
Nos hincharemos más allá del entierro
y de la muerte
La lengua se pega al paladar
como en todas las primaveras
al final del verano

Pido un café miro las cartas
ella me responde
y el infierno es con nosotros

El diablo parte el pan y nos reparte el juego
Quince gramos de fe moliendo la espera
sobre mi nuca ella los minutos ella el café
Nadie sospecha nunca de los olores en la cocina
Olía tan bien el insomnio y la infancia entonces
después vinieron las comidas frías y sus soledades
los cuartos de azotea los sótanos desprovistos de luz
los meados trazando su tristeza
en los tinacos y los maullidos negros de los gatos
desesperándose hasta el alba
y siempre el hambre de perro
descarnada como un par de peces fríos
boqueando fuera del agua
La agonía no termina nunca para el desahuciado
El sol destiñe a los solitarios

Ella baja el émbolo del tiempo
firme contra mí
veo el trazo duro de sus hombros,
la musculatura constante y magra de sus brazos
truena mi cuello cruje la columna
vértebra a vértebra siento el paso de los años
de las cartas que no se acomodan nunca
y caigo de una escalera sin peldaños
vértebra a vértebra vértebra a vértebra
y en la quinta lumbar siempre
todo el peso del fracaso

El líquido hirviente
entra en la rejilla de metal
chupa y resbala del acero
debajo prensado
el cuerpo las costillas
que han soltado hace mucho sus zumos
no sirven pero continúan como abono del mundo
constante hasta que alguien mire el desperdicio
y lo esconda bajo el sillón
entre la pelambre del perro
o se lo trague de tanta incordiada hambre

La carne y el café son al triturarse
Arriba la esencia el líquido la médula
de lo que se fue
los olores que restan
Las cartas abiertas en la mesa
son ya parte del recuerdo
treguas del solitario
La sangre y la saliva
el esperma la muerte y sus sombras
se avivan siempre en la memoria del olfato
La soledad y el deseo tienen un olor definido

Flota el café recién hecho entre sus ojos
Amarga la saliva su baba
La garganta es un hervidero
sobre la curva de su cuerpo
Cuántos dedos nos crece el deseo
y para qué
al final terminamos masticándolos

En la última mesa del mundo
espero mi café
El sol afuera me malhuele
Ella desde sus ojos
embrutece mi soledad
Camina con la taza
sobre los pétalos grabados en la losa
me enyerbaja el silencio
El sol en los vitrales
dora el humo su cabellera
sus pantorrillas el tejido familiar del suéter
y los senos que alumbraron en su milagro
al mundo hace ya tanto y desde siempre

El sol dispersa la comodidad de las sombras
me descubre apretado a mis huesos
encogido sudoroso
La taza revienta sobre la mesa su blancura
y el humo entra en mi boca
hace un crematorio de palabras
La luz en el silencio no alumbra
Arde
Tartamudeo    ella      espera
El pan que me he comido
sale crudo de mi boca
Se aleja
A fuera pasa un río
cargado de automóviles y olvidos
Toco mi rostro
siento el agua hasta el cuello
El sol allá fuera tan alto
construye en silencio nuestro infierno

 

LA MISMA LUZ ENTONCES

Cuál ciudad buscamos,
qué pasado sin puertas, cuáles dulcerías
o panaderías han endurecido con los años.
La violencia es un bloque infinito de hormigón,
un animal encerrado en el asfalto;
la violencia son unas piernas rotas
desmadejando la madrugada.
¿Qué miro en ti, entonces,
sumida en tu propio rostro?
¿Algo en el tráfico te palpita?
¿Es el malabar de huérfanos amputados,
la niña con los globos o los tumores en las nalgas,
el ciego estirándote los ojos de sus manos,
el deseo de sus mil dedos?

Anhelo un instante de sol
que atraviese casas y edificios
para que la yerba crezca
la alegría de los niños,
que crezca insalvable
ante los ojos de los jardineros
y los constructores de ciudades.

Si la lluvia penetrara
ese aguacero negro de luz
que te deja absorta en la corona de la miseria.

Se abren, se cierran las puertas del camión.
La gente sube y acomoda
al asiento su cansancio;
los lentes, el saco y la mochila
al clavo angustioso
del sueldo y los deberes,
del amor cada vez más enterrado
en la muralla de los días.
Tú sigues allí
en los apetitos de ese sol
que inflama y enferma,
ruedas entre el cementerio de coches,
entre el juego de gritos
y de niños feroces
roídos por las calles y los semáforos
y tantas otras luces sin fortuna.
Te veo
como si fueras parte de otro tiempo,
como si en mi infancia
hubieras acariciado a mi perro
y preguntado su nombre;
recuerdo hoy sus ojos,
quizá por breve tiempo yo tuve los mismos.

 

Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México, 1981). Es escritor, tallerista, profesor universitario en las carreras de Comunicación y Letras Hispánicas en la UNAM, y maestro cervecero en Chupamirto Casa Cervecera. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (2017), editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Los ojos negros de la noche (2019, Surdavoz), Regusto a diablo (2019, Tintanueva), Calaverio (2020, Cómics poéticos). Ha obtenido diversos reconocimientos y premios en cuento, ensayo, poesía y crónica.