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Los muertos que acostumbramos a cargar. Álvaro Miranda

alvaro-mirandaEl 13 de octubre falleció el poeta y novelista colombiano, Álvaro Miranda, perteneciente a la generación Golpe de dados o la Generación Sin nombre. En 2003 Miranda pasó cuatro meses en una residencia literaria en la Ciudad de México, que le permitió escribir su poemario El libro blanco de los muertos, y, posteriormente, esta crónica donde el escritor recrea sus paseos por la capital mexicana, así como los encuentros que fueron relevantes para Miranda en este viaje más allá de la muerte.

 

 

 

Los muertos que acostumbramos a cargar
Álvaro Miranda

 

México: el misterio Chichen Itzá. ¿Cómo desaparece un pueblo para que perdure el silencio sobre sus templos de piedra? Todos muertos de tajo y sin embargo, caminan, ríen, están con nosotros.

Había que Ir a México. El camino: ganar una Residencia de Literatura que proponían los gobiernos de México y Colombia para escribir un libro de poesía.

El premio: una permanencia de cuatro meses en el país de la culebra emplumada para inventar El  libro blanco de los muertos. Que cómo viven los mexicanos el día de los santos difuntos, el dos de noviembre.

El avión aterrizó en el aeropuerto internacional Benito Juárez. Un taxi de $80 pesos mexicanos y tomó rumbo a la delegación de Tlalpan, colonia de Coapa. Allá, en una casa de dos pisos, rodeada de amplios jardines, encontré un par de personas que me acogieron sin conocerme. Se trataba de la colombiana Morelia Montes y el cubano venezolano Santiago Croes. Ella se encontraba hacía más de dos décadas en México  con el propósito de probar suerte con una pequeña máquina de coser y su hijo recién nacido. Había aprendido a coser trajes de baño para sus hermanas cuando iba de paseo de olla al río Pance de Cali. Comenzó a desarrollar su habilidad hasta convertirse en una industrial en México, su país de residencia. Las mujeres que le solicitaban un traje de baño individualizado según el cuerpo de la paciente, tenían un genotipo que no coincidía con la exuberancia de caderas de las bailadoras de salsa de Juanchito. Rápido se convirtió, puerta a puerta en las oficinas de sus amigas mexicanas, en la diseñadora de esos cucos de playa que las hacía lucir más atractivas a las mexicanas.

Poco a poco y después de centenares de aventuras, logró una empresa que le disparó la tranquilidad económica a través de su fábrica y puntos de venta por todo el país. 

Se conoce con Santiago Croes, Había salido huérfano de Caracas ante la muerte de sus padres en Caracas como miembros del Movimiento al Socialismo. El niño Santiago, sin parientes que respondondieran por él, es llevado a un orfanato donde lo encuentra un día, en una de esas extrañas visitas del destino, Haydee Santamaría, la compañera de los barbudos de la Sierra Maestra que había participado en el asalto al Cuartel Moncada y se hallaba de visita en Caracas. Ella acoge a aquel niño tímido que está sentado en un rincón y lo lleva a la Habana donde lo adopta como su hijo.  Al pasar los años él la ve morir cuando la entonces directora de la Casa de las América, decide irse por su voluntad de este mundo. 

Unos días después de mi aterrizaje, Adriana llega al D.F. Los dos comenzamos a recorrer todo el D.F. Un mapa turístico del metro era nuestra brújula para desplazarnos  en las 12 líneas de esa telaraña férrea de 184 estaciones. Era como estar en el laberinto de Creta pero sin Minotaurio. La ciudad la abordábamos en el tren de cercanías Coyoacán por la línea Tasqueña-Cuatro caminos. Y ahí en nuestro paso, ese México donde José Guadalupe Posada parecía haber pintado en todos y cada uno de sus habitantes, una catrina feliz.  En cada calle, con sus terremotos, México agrega más muertos, más ausencias de vida bajo los escombros. Nos contaban nuestros nuevos amigos que el 19 de septiembre de 1985 tembló México  con furia y el Hotel Prado, el más elegante de los hoteles que se había construido para competir con los hoteles de París, había quedado herido de muerte. En su interior, en el vestíbulo,  se hallaba el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, de Diego Rivera que medio se sostenía como sobreviviente  después del estremezón.

Para salvarlo del desastre natural el mural fue trasladado,  una nueva ubicación, al parqueadero del Hotel Regis, ese lujo de cinco pisos y cuatro estrellas, que suspendió vidas humanas bajo sus paredes, por lo que fue demolido después del mismo sismo. Muertos, más muertos por todos lados.

Y fuimos a ver la obra del pintor al Museo Mural que lleva el nombre de su autor y que había sido construido sobre los terrenos del Regis. En el centro de la obra Diego Rivera se pintó como un niño en paseo de domingo en el parque la Alameda, ese lugar  que había mandado a construir el bonachón y maligno del dictador Porfirio.  Al lado de Rivera la catrina, la señora muerte muy aseñorada, con su vestido largo, con su serpiente empluma al cuello que no era otra que una golilla, tragadero o gaznate como los inventados por el conde-duque de Olivares para plenitud y goce de los estudiantes élites. La muerte de cuencas de agujeros negros en vez de ojos, feliz y cómica, la muerte donde el pasado estaba en presente en esos colores que el pintor Diego Rivera había extendido sobre rostros y cuerpos resucitados de la historia de Hernán Cortés, Juan de Zumárraga, Maximiliano y su esposa Carlota, Sor Juana Inés de la Cruz o Benito Juárez.

México de la región más transparente con su humo espeso sobre la cabellera de los edificios, con esos amigos que nos proporcionaban para nuestro deseo de escribir poesía, la dirección de cementerios de que precisaban con calles y estaciones del metro a mano alzada sobre hojas de cuadernos. Que viaje tan extraño el nuestro. La vida al lado de nosotros, en los restaurantes donde todos los comensales eran dragones que disimulaban con la boca abierta el picante de los tacos de arrachera, los bistecs, la salsa verde, el pico de gallo, los pozoles con pollo entero, con repollo y rábanos escarlatas, con cebollas, maíz blanco, aceite y hierba santa, con mucho chile guajillo o jalapeño,  serrano o cascabel y  para quien se crea macho, muy macho en soportar lo picoso, con habanero, piquín o tabasco.    

Y ahí, en consultorios médicos u hospitales, los otros muertos en vida,  los turistas que en retorcijones estomacales sufrían la venganza de Moctezuma, el rey azteca que, por gracia de lo que desaforadamente comen los visitantes extranjeros que han desembarcados desde Hernán Cortes en galeones en San Juan de Ulúa o en aviones en  el Benito Juárez. Diarrea es la venganza de Moctezuma, carreras al baño después de beber aguas o comer en la calle tacos con verduras crudas, como si así Hernán Cortes, desde el infierno o desde donde se encuentre, no olvidara que las masacres que cometió son imperdonables y más cuando se hizo pasar por el dios Quetzalcóatl (dios culebra emplumada), para hacer lo que hizo, hasta dejar ciento de sus hombres en la Noche Triste, la noche en que lloran sus muertos.

Hacíamos nuevos amigos. El poeta Rogelio Echavarría, me relacionaba a través de una carta, con el poeta mexicano José Ángel Leyva.

A Adriana y a mí, José Ángel nos atendió en muchas ocasiones, pero hay que agradecerle que nos salvó de morir bajos los divinos pies de Quetzalcóatl al aplicar la venganza de Moctezuma cuando nos invitaba a cenar con su familia en su casa y de alejarnos así de los  restaurantes chinos, los nuevos inventores de la diarrea asiática en México.

Gracias a Leyva conocí al poeta Manuel Cuautle, Cuando se está frente a él, uno cree que se encuentra con la misma mirada de Benito Juárez. Era sorprendente ver como Manuel, en la medida en que conversaba con uno, no dejaba de practicar en los vagones del metro ese equilibrio de exvendedor ambulante, esa habilidad que había logrado de joven, de sostenerse sin dar muestras de desequilibrio físico o de caerse, para conseguir, en viejos tiempos, algunos pesos que le dejaran vivir y estudiar.

Con Cuautle íbamos con frecuencia a la población de Coyoacán, al mercado de su infancia, donde todas la cocinares del mercado, de delantal blanco, lo saludaban y nos brindaban los mejores tacos.

Cuautle nos llevó a la casa museo donde vivió en exilio, alma bendita, León Trotsky, ese muerto de emociones que alborotaba todas las pasiones antistalinistas.   El muerto de décadas atrás parecía seguir ahí, enterrado en su tumba del jardín,  con un enorme dolor de cabeza después de que su asesino, el catalán de Ramón Mercado le clavara en el cráneo un piolet o piqueta de montañista. El grito de terror que dio Trotsky aún se escucha sobre las flores amarilla de cempasúchil, la flor de muertos que a toda hora huelen con sus narices transparentes las almas del purgatorio de Coyoacán.

El libro blanco de los muertos tenía que escribirse. Fue el mismo Trotsky el que nos indicó cómo hacerlo. Nadie nos iba a creer que un marxista de la revolución bolchevique nos invitaba a conocer las catrinas que había realizado su amante fugaz Frida Kahlo, esa muertita valiente de amputaciones corporales, que decidió ponerle los cachos a Diego Rivera porque la había traicionado en amoríos con su hermana Cristina. 

Las culturas precolombinas de México, tienen frente a los muertos una percepción muy especial. Para esas culturas, los idos regresan de ultratumba para que los vivos los reciban con alegría a través de altares que deben ser fabricados en cementerios, casas, iglesias o almacenes.

Y nos dimos a la tarea de visitar los Panteones para conversar con los muertos. Había tantos difuntos que mamá antes morir unos años atrás nos había regalado, tantos vecinos y amigos poetas que se habían ido sin despedirnos. Teníamos que comunicamos con María Mercedes Carranza, alma bendita, que nos había sorprendido con su ausencia súbita y voluntaria. Había que preguntarle muchas cosas a Fernando Charry Lara, Raúl Gómez Jattin y Henry Luque Muñoz, quienes debían sacar sus palabras, sus huesos y recibir la ofrenda que les llevábamos: un pan de muerto. Ellos no estaban en los cementerios mexicanos, estaban en mi cabeza. Para ellos había que preparar también pan dulce de muertos. 

El pan para los aztecas, nos decía el poeta Cuautle, reemplazaba el corazón que se le sacaba a una princesa viva para ofrecerlo a los dioses.

Santiago Croes y Morelia Montes tenían otra explicación sobre ese pan que todos llevaban como ofrenda al cementerio. Decían que reemplazaba aquellas semillas de amaranto bañadas en la sangre que había quedado de los sacrificios realizados en la ceremonia de entierro a los muertos.

Los días pasaban. El asunto prioritario estaba por el momento en visitar cementerios. La suerte estaba echada. Nos compramos cada uno un par de zapatillas tenis y nos pusimos a caminar. Al fin y al cabo nuestro destino en la vida no eras otro que el de maletear.
Organizamos las salidas. El primero al que fuimos a visitar fue el Panteón Jardín.  Ahí conversamos con Javier Solís, Pedro Infante, «Tintán». Era como si regresáramos a esos viejos domingos de matinée al teatro México de Bogotá, esa sala que se llenaba con policías de cuadra, señoras del servicio doméstico que oían y veían actuar a los muertos de los estudios cinematográficos de Churubusco. 

Entonces Adriana y yo comenzamos a pensar cosas extrañas. Si desde Adan y Eva o el primer homo sapiens de Charles Darwin, al hacerse una estadística, ¿ha habido más muertos que vivos o más vivos que muertos? Al indagar supimos que la respuesta a tal pregunta de vagancia la había dado el esposo de la actriz Marilyn Mayfield, el británico Arthur C. Clarke, quien en su obra 2001: Una odisea del espacio, planteó: Detrás de cada hombre vivo hay treinta almas flotando. Sobre cada uno de nosotros hay treinta muertos que vagan, que nos miran, que ríen, que se burlan de nosotros, que nos cuidan.

La estadística de Clarke, comenzó a ser sustentada y se ha establecido que, hasta el momento, por el planeta tierra, han transitado cien mil millones de seres humanos.
¡Qué suma filosófica escalofriante! ¡Atención! Todos debemos levantar los pies del piso: Hay más esqueletos en gusanera o polvo bajo tierra, que bellos o feos cuerpos transitanto con desparpajo sobre la superficie del planeta

¡Vaya el tesoro heredado! A nuestro haber, Adriana y yo teníamos la bicoca de 60.000 muertos a nuestras espaldas. Nuestra prisa se aceleró, no fuera que otros más sagaces se cargaran con los fantasmas de los muertos más queridos por nosotros y nos dejaran con la piltrafa de esos muertos que ya nadie quiere por obsoletos  y chanfaineros.
Realmente pudimos descansar el día que cerca del Bosque de Chapultepec, en el D.F., estuvimos en Panteón Civil de Dolores donde se halla la Rotonda de los personajes ilustres. Qué fiesta de muertitos nos dimos:   En medio de árboles, como puestos en un amplio círculo, muchos de los más queridos se sentaron a platicar con nosotros. Carlos Pellicer, Alfonso Reyes, Diego Rivera, Agustín Yañez. Juan José Tablada, Dolores del Río, David Alfonso Siqueiros, Salvador Díaz Mirón, Ramón López Velarde, Emiliano Carranza, Rosario Castellanos y Agustín Lara.

Ahora podíamos morir en paz. Podríamos decirle a mamá, a Ana Joaquina Hernández de Miranda: Sí mamá, cargaremos con tu memoria y con todos los muertos amigos que hemos conocido.

 

Alvaro Miranda (Colombia, 1945-2020). Poeta y novelista, obtuvo el título de Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad de la Salle (1974). Autor de múltiples libros. En su labor de investigación histórica ha dado a conocer dos biografías. La primera de ellas León de Greiff en el país de Bolombolo (2004) publicada por Panamericana Editores, y la segunda sobre la vida de Jorge Eliécer Gaitán, el fuego de una vida (2008) de Intermedio Editores. Colombia la senda dorada del trigo, libro de historia parece publicado en el 2000. En el 2010 viaja al D.F. como escritor ganador a la Tercera muestra de arte Iberoamericano, programa de residencias Artística para Creadores de Iberoamérica y de Haití en México, lo que le permitió realizar su tercera novela Muchachas como nubes sobre la vida del poeta mexicano Gilberto Owen. Se ha desempeñado como redactor y cronista del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República con innumerables artículos, así como autor de crítica de arte para opúsculos del museo de la misma institución.