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El amor o la luz del demonio. Roberto Acuña

roberto-acunaRoberto Acuña, escritor mexicano y profesor de la UNAM, ensaya en torno del libro amaramara, el último poemario de Juan Gelman con pinturas de Arturo Rivera, un verdadero diálogo entre dos grandes artistas latinoamericanos.

 

 

 

El amor o la luz del demonio
Roberto Acuña

Sobre amaramara de Juan Gelman. Pinturas de Arturo Rivera (La Otra, 2014)

Hacia finales del siglo XVIII el concepto de belleza sufrirá un estrujamiento; la locura, la muerte, la enfermedad dejarán la oscuridad para mostrar que en la sombra y en la palidez mortuoria también susurra lo bello. La brutalidad, la violencia serán tratadas con una ternura inusitada por el artista de ese fin de siglo y por aquellos que prolongarán este tipo de estética no sólo a lo largo del XIX, sino en pleno siglo XXI.

La literatura Gótica nace en las postrimerías del Dieciocho y con ello la forma de pensar en lo bello dejará la claridad de los ángeles, el pensamiento neoplatónico y el ilustrado de los enciclopedistas para observar con las manos, los dientes, el olfato las entrañas de los dioses caídos, aquellos que perdieron la luz y encendieron un carbón para alumbrarse. Esta literatura acuñará un concepto esencial para el Romanticismo: lo sublime; el cual más allá de circunscribirse a una estética determinada será una forma de entender y pensar el mundo, sigo a Mario Praz en La carne, la muerte y el diablo y en su libro La literatura Inglesa. Es decir, lo que antes no se consideraba digno de observar es sacado a la luz. La degradación psíquica y física del cuerpo, los estados alterados del ser humano, la deformación; el placer y el dolor que se siente a un tiempo serán vistos como necesarios para alcanzar un estadio superior, una comprensión con lo desconocido, pero también consigo mismos; el éxtasis que produce el horror será una sensación buscada, pues aleja al hombre de la monotonía de la carne y lo eleva o lo abisma hacia el terreno de lo demoniaco, la otra cara de lo sagrado, es decir, lo sublime.

 A partir de aquí se impondrá: "La belleza que es muerte", representada principalmente por el ángel caído, Satán, pero también por Medusa. Escribe Shelley, el poeta, en un poema sobre ésta: "no es el horror sino la gracia lo que petrifica el espíritu del que contempla, […] es el melodioso tinte de la belleza, superpuesto a la tiniebla y a la palidez del dolor, lo que hace que la impresión sea humana y armoniosa".         A partir de aquí lo bello se fundirá en el crisol de lo monstruoso, el dolor hará aún más humano y atrayente la belleza del hombre.

Arturo Rivera, pintor nacido en la Ciudad de México es parte de esta sensibilidad de lo sublime, y claro, sin olvidar que es uno de los grandes representantes mexicanos de la escuela realista. Encuentro en su pintura una armonía entre el dolor y el placer, entre la gracia y la desgracia, entre lo terrenal y lo eterno, entre lo bello y lo feo, entre lo sublime y lo grotesco, sus instrumentos de trabajo son los utensilios, las herramientas de nuestro mundo, objetos que se vuelven símbolos que hurgan en el interior y a la vez en los misterios que nos rodean, como puede ser el instrumental quirúrgico o el cuerpo mismo, muchas veces el suyo propio, nada más hay que recordar la cantidad de autoretratos que pintó.

La belleza es tal porque muere y ésta es hermosa porque la belleza en un concepto, y como tal tiende a la eternidad. Jaime Moreno Villarreal señala que su arte está formado de sus propios demonios, que sus pinturas golpean y deslumbran. (1) Es verdad, pero la locura, la enfermedad y la muerte también muestran no sólo la exaltación o la revelación, sino también la orfandad, la soledad que arropan al hombre, pero también al ángel y sobre todo al demonio, al caído.

El pintor no es ajeno a la poesía, tampoco a la música como ha señalado José Ángel Leyva; un ejemplo es el Homenaje a Sor Juana que pinta en 1999, donde el rostro de la Jerónima aparece entre la luz y la sombra, cuyo resplandor nos enfrenta a una cara amarillenta, pálida, casi enferma, pero al mismo tiempo voluptuosa por esa boca hinchada, roja, por la cual parece escurrir un hilillo de sangre. Aparecen cerca de la nariz unas líneas que asemejan unas puntadas cerrando una herida.

La iluminación que nos deja el arte es así, una luz turbia y carnal; un claroscuro es la palabra poética que pende entre lo grotesco y lo sublime. El Amor, por ejemplo, es tanto humano como divino: "pues ya en líquido humor viste y trocaste/ mi corazón deshecho entre tus manos". Escribe la propia Sor Juana sobre una de las aristas de este sentimiento que es tanto mito como historia, es decir, en su centro se conjuga la eternidad y la fugacidad, porque el amor no tiene un cuerpo y hace de éste su casa por poco tiempo, por ello se puede hablar del amor en términos de dolor, melancolía, abandono, plenitud, ideal, imperfección…Y esto mismo sucede en el poemario del que hablaré más adelante.

Casi hay un desencanto en el cuadro de Sor Juana que pinta Rivera y quizá esté configurado en la mirada. Parece decirnos el pintor que el genio, el artista, el poeta es un ser que sufre la revelación, que vive en la agonía y en la vida de la palabra, y vivir así es habitar la verdad que descubre el arte, es decir, la hondura de las cosas, pero vivir allí también provoca un desencanto del propio mundo, porque se ve tal cual es, no como quisiéramos que fuese, por eso el amor, cuando lo trata un artista, tiene este viso de monstruosidad, de tragedia, de tristeza, aunque es cierto, también hay alegría, transforma la realidad, es voluptuosidad, deseo, es la sangre que se desborda y nos erotiza desde los labios de Juana.

En el libro amaramara (La Otra, 2014), poemas de Juan Gelman y pinturas de Arturo Rivera, las diversas figuras parecen un reflejo de este cuadro de Sor Juana, porque muchas de ellas representan la belleza mortuoria, la belleza terrible, la luz del demonio, que podríamos circunscribir al tema del libro: el amor. Pues qué amor no engendra demonios, dolor, agonía, pérdidas, pero también alas, luz, piedad, encanto, felicidad.  El sentimiento amoroso es representado en la multiplicidad de sus aristas, aleja la sombra, pero también la invoca, es un claroscuro que se extiende a todo lo largo del poemario. El amor es la palidez mortuoria del ayer, es memoria, pero en ella late la sangre de la sensualidad, aquella latente pasión del cuerpo, la revelación de lo sagrado, para elevarnos o abismarnos. Porque el cuerpo es lo grotesco, lo que se degrada, lo que muere, es el recipiente que contiene lo sublime, lo sagrado: lo espiritual que hay en el amor.

Los poemas de Juan Gelman tienen eco en la pintura de Rivera y viceversa. Porque para el poeta también el amor es un desgarramiento de ternura entre la palabra y el ojo. Su ausencia nos va aniquilando poco a poco y su presencia nos eterniza. Somos tiempo y el amor es un concepto, pero también un dios, Eros que se eterniza en nosotros y como tal puede aniquilarnos. Su punto más álgido es un éxtasis y como tal pende entre la totalidad de la vida y la totalidad de la muerte. Aquí no hay ceguera, lo que hay es deslumbramiento, pero como en el rostro de Sor Juana. El libro es un espacio de invocaciones, de recuerdos, de juegos y de duelos, de tiempo y eternidades porque todo amor concluye para continuar en otros cuerpos y en otras palabras.

Hay en el retrato de Gelman hecho por Rivera, y es con el que empieza el libro, una melancolía que nos mira de frente, nos interroga desde su distancia, desde la firmeza de los huesos del cráneo pegados a la piel, desde esa ternura que enmascara al viejo y nos avasalla porque hay tanta fuerza en esos pómulos, tanta inocencia y travesura en esos labios ocultos por el bigote, como si en un momento la seriedad impuesta fuera a estallar en una sonrisa, y tanta enconada infancia ganada a golpes de muertes y exilios saliera a jugar con nosotros, porque eso es también la poesía de Gelman. El poeta está muy por encima de nosotros en ese cuadro, y sin embargo, nos mira, parece llevarnos hacia su altura, querernos, y quién no pudiera querer a Juan Gelman. A un artista plástico, dice Arturo Rivera, lo que le atrae es cierta interioridad del cuerpo, de un rostro, es esa correspondencia entre lo externo y la vida íntima de una persona, su profundidad; (2) y también una de las virtudes de todo el libro, porque las palabras, las formas, el andamiaje de poesía y pintura sostienen los sentimientos, las aspiraciones, lo divino que aún pervive en el hombre, es decir su profundidad.

En el poema "Situaciones" escribe Gelman:

…el tiempo y la memoria
tejen una belleza diferente. Lento
es el abismo donde se hunden
las asambleas del odio,
y queda el aire absuelto por vos.
La cosa obrada es imperfecta,
… menos
un ojo más perfecto que el sol
cuando te dora.

 

El amor transfigura el mundo, torna al ojo perfecto, pero el poeta y el pintor habitan el tiempo, es decir, su degradación, la muerte. Cupido en su eternidad nos dona el pez y el cadáver del amor, la vida y la muerte del ser amado, del ciclo amoroso, pero el presente y el recuerdo conviven en el tiempo total del arte. La vida avanza, pero es inútil no mirar atrás, aunque condenemos al amor a permanecer en el inframundo de su propio tiempo, porque no podemos seguir sin el pasado que nos forma, pisa con nosotros en el presente. El amor nos habita en el tiempo, nos abandona y nos hiere o nos llena en forma de memorias; así la Anunciación de un Querubín pintada por Rivera o como dice Gelman en "Debajo":

…El sudor
del pasado golpea
su páramo roto, la
vida continúa, los
pensamientos con plomo debajo.

Y este páramo roto, esa belleza que alguna vez nos perteneció ahora es muerte, porque el amor es muerte, pero la muerte y el amor viven y perviven en la historia que formamos, agitan una pasión que nos desbarranca y termina por triturarnos. Duele el amor, no podemos con su eternidad en el poco tiempo que pasamos en la tierra, pero tampoco podemos vivir sin éste, sin sus dones porque, como dice Gelman: "El ser amado convierte/ la humillación en asombro.

En "Sépase", escribe también:

Mientras te amo/ un perro
ladra en la íntima cocina/
cosemos vida y muerte
¿a dónde se fue la canción del
visible que munda en otra parte?/…
nunca sabemos qué pasó/ la noche
es nosotros/tranquila/
calla abismos/

Y Rivera despierta arrabales en un rostro, del amargo arrabal de Gelman arranca esos ojos distantes y distintos uno del otro, de esa mujer pintada en su cuadro Cenit, la serpiente que aparece allí es un vocabulario también, un conjuro de deseo y tentación que tiene su eco en la palidez de esa cara y en ese cabello tan negro que se comunica en la oscuridad sonora del poema "Arrabales" de Gelman, pero también en el erotismo, en el dolor, en la mordida del deseo dictados por el poeta:

….ante su voz se detiene el dolor.
Tu voz está muda, la
sombra mordida por los perros
es nuestra propia sombra y vive
al pairo de los besos….

Poesía y pintura tensan sus cuerdas en esta revelación que es amaramara, el amor es la luz y el abismo de los demonios y los ángeles que acosaron a Gelman y a Rivera. El amor y el dolor me hacen recordarlos con este libro que es un diálogo entre dos grandes artistas que han dejado en el tiempo algunas semillas de eternidad.

 

Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México, 1981). Es escritor, tallerista, profesor universitario en las carreras de Comunicación y Letras Hispánicas en la UNAM, y maestro cervecero en Chupamirto Casa Cervecera. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (2017), editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Los ojos negros de la noche (2019, Surdavoz), Regusto a diablo (2020, Tintanueva). Ha obtenido diversos reconocimientos y premios en cuento, ensayo, poesía y crónica.

 

 

1. Vid. Jaime Moreno Villarreal, "Porque así soy yo y así es mi vida" en Arturo Rivera, México, Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, 2013. pp. 28-39.

2. Vid. Entrevista con Arturo Rivera