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Kafka tropical. El secreto de los insectos de Jaime Londoño. Roberto Acuña

roberto-acunaRoberno Acuña, poeta, narrador, profesor de la UNAM, reseña el poemario El secreto de los insectos del escritor colombiano Jaime Londoño. El libro fue publicado por La Otra en 2020.

 

 

 

Kafka tropical.
El secreto de los insectos de Jaime Londoño
Roberto Acuña

 

En 1915, en plena Gran Guerra, con Europa destrozada y los movimientos de vanguardia a pie de lucha, intentando encontrar un sentido a la existencia, una nueva forma de crear, se preguntan por el alma del ser humano a través del juego, de la experimentación, de dislocar el discurso, el arte, el pensamiento mismo, para propiciar el sueño de un mejor mundo, de creer que es posible construir algo, elevar al hombre y salvarlo de su ser más oscuro y monstruoso, por medio del retorno a los paraísos del inconsciente o de la infancia; en 1915, Kafka escribe su Metamorfosis.

Esta obra es un espejo de la alienación del hombre por el capital, de la brutalidad que padece el ser humano por “el progreso industrial”, el cual no le deja espacio para sí mismo, no le permite pensar más allá de la cárcel de su empleo y del miedo que conllevaría perderlo. Gregorio Samsa, el bicho, no es siquiera un insecto porque no se da cuenta de su ser mismo, no hay un diálogo interior, no es un ser de deseos, es un ser anestesiado de sus sentidos y de su corporeidad, de su propia trascendencia, es un burro de noria, una gallina presa en el gallinero de la industria alimenticia. Su destino es un círculo sin fin que va a la muerte. Gregoritono se interroga por el misterio, por lo sobrenatural, por lo sagrado que circunda su transformación porque el capital la ha despojado de su propio cuerpo, de su humanidad misma, de su ser, ¿qué importa ser insecto u hombre?, si el animal produce, da dividendos no importa su forma puede seguir viviendo, y si no, es mejor deshacernos de él.

el-secreto-de-los-insectosEl secreto de los insectos (La Otra, 2020) de Jaime Londoño empieza precisamente con un Preámbulo, que es un diálogo con Kafka, con la tradición, con el dolor de principios del siglo XX. Pero en este sentido, el bicho ha madurado, encontró la calma en el encierro de su habitación. Ya no le preocupa llegar tarde al trabajo, tomar el tren y emprender el viaje incesante para ganarse la vida. Su destino, ya no es aquel signado por el dinero; ahora, en contra de lo que diga Hannah Arendt o Walter Benjamin de la obra del austriaco, el destino de su bicho, en manos del poeta colombiano, depende de sí mismo, de la calma, de la contemplación del mundo, por ello el escritor puede señalar: “El bicho que inventó Kafka vive al lado mío/ enseñando los misterios secretos del ocaso”.
El insecto se detiene, desde su habitación respira el oriente, calma su pulso y se abre ante el paisaje, el final del día se refleja en sus ojos, anda en su piel y se interna por las antenas de su lenguaje. De repente ya no le importa el trajín del mundo, contempla en el afuera su interior y en lo tangible, lo invisible, su alma y esos misterios, tatuajes de lo sagrado. Será éste uno de los sentidos del libro, por ello no podemos evitar pensar en el haiku, en el silencio, en el paisaje como una forma de espíritu y en el trabajo reflexivo por parte del lector que imponen los poemas del libro.

El poemario se da despacio, poco a poco los insectos se reintegran a la naturaleza, se quitan los abrigos, nos dejan a nosotros la fatiga de las horas, recuerdan sus alas y vuelan; en cambio, nosotros, dice Londoño, somos: “seres sin alas que encadenados/ a un salario de muerte/ olvidamos la triste armonía que nos arma”.
Es gracias al poeta que podemos ver nuestra situación, pensar en ella. Jaime es de la estirpe de esos escritores donde lo estético no está peleado con lo ético. Pertenece a los juglares, a los cantores del mundo, aquellos que son la voz de la tribu, que encienden una fogata en medio de las tinieblas, o con su melodía guía nuestros pasos hacia el linde del río. Es ese grillo, parafraseando uno de los poemas de este bestiario, que canta entre la epifanía su añoranza; es el aquí, aquí, aquí, que repite el poeta para invocarnos dentro de su evocación.

Londoño nos confronta con nosotros mismos, nos zahiere con la verdad de sus animales. Lo mínimo, lo diminuto nos aplasta, porque en ellos existe una gota de divinidad que los alumbra por encima de la mierda con que ambos, hombres e insectos laboramos: “A diferencia de la gente/ como mierda por placer./A veces debo trabajar […] cuando me sueltan me regalan un terrón de azúcar/ Soy sagrado intocable./ Pobres humanos […]”
Qué sería del mundo sin la música de la noche, sin los sonidos de los animales. El hombre no produce más que gritos de manera natural, gime o se desbarranca en la risa, su palabra rara vez es bella, pero los animales, sin conocer de arte, forman un concierto, un ritual en el estanque o en los laberintos de los árboles. Una tarde con canarios y sin ellos cambia la percepción que tenemos de ella, sin palomas no habría templos, sin su música no podríamos encender un recuerdo, encontrarnos con la flama herida del amor o con los dioses que ven en su sombra nuestras mínimas derrotas. Sin los animales sólo el vacío, como escribe Londoño: “Déjenla que cante,/ si es preciso que cante a toda hora/ a ver si espanta el vacío/ que hace volutas en mi mente”.
Los insectos son necesarios para el hombre, porque éstavivedentro de su mundo, no al revés; quizá nosotros seamos su estorbo, pero gracias a ellos, más que a los ángeles –pues también de estos animaluchos escribe el poeta– podemos desear tener alas, y este poemario está lleno de ellas; alas concretas, pero también otras que son deseo, aspiración, no sólo codicia, forjan una salida de esta realidad de autobuses y metros, de horarios de entrada y de salida, de sueldos miserables y de escasos parques y jardines, sobre todo para aquellos que viven en una gran urbe.

El secreto de los insectos es una obra que da paso a diferentes estados anímicos del hombre, que lo confrontan con su realidad y al mismo tiempo le revelan los misterios de todos esos seres que pasan inadvertidos para nosotros, pero a la vez son nuestro reflejo, pregúntenle al abuelo jubilado que detestaba la vida y construyó por pura diversión un cementerio para insectos –son palabras del propio poeta, o este otro epitafio: “Aquí yace la valiente cucaracha/ que con feroz aliento se enfrentó/ al zapato de la pulcra cocinera”. En ese breve poema está la esencia de la épica, pero también del cuento de hadas y, por ende, de la vida, cuando ésta es en verdad vida.

Los poemas de la sección Epitafios nos muestran otra cara de este mundo poético, si en el principio el insecto era parte de lo sagrado, en esta última nos parece más humano que el propio hombre, ¿pero acaso no es el hombre a su vez un insecto? No queda sepultado ante su propia acumulación o ante los azares de un temblor o de un acto ajeno y absurdo: “Aquí descansan en la paz de las cavernas/ las hormigas que murieron de inanición/ entre los trastos de mi cocina”.

El hombre, bien lo vio Kafka, es un insecto, pero no sólo es una presencia que puede ser triturada de un pisotón o un animal sin alma, sin voluntad propia, como lo vio el austriaco;en este poemario los insectos están ligados al mundo, son sagrados, la diferencia es que nosotros, como animales que somos, hemos olvidado cómo vivir con nosotros mismos, con el otro y con nuestro entorno. Celebremos a los insectos y a la poesía, porque en ellos está la revelación.

 

Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México). Es escritor, profesor universitario en la UNAM y maestro cervecero en Chupamirto Casa Cervecera. Recientemente publicó el poemario Tarde en recordar (2017), editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha obtenido algunos premios literarios y ha colaborado en distintos medios de difusión cultural como El periódico de poesía de la UNAM o la revista Ritmo.