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Lengua de Lobo. Rodolfo Häsler

rodolfo-haslerDesde Barcelona, Rodolfo Häsler, poeta de origen cubano, nos comparte una selección de poemas, que forma parte de su nuevo libro Lengua de Lobo, galardonado con el XII Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodríguez” (Madrid: Hiperión, 2019).

 

 

 

Lengua de Lobo
Rodolfo Häsler

 

Una tarde,
siguiendo el rastro de un espectro,
entré en el museo, suelo ajedrezado y paredes carmín
juegan con las sombras por las esquinas,
me dijo, ¿dónde estuviste
todo este tiempo?
Iba de una sala a otra, de los simbolistas
a la flor de cera de Redon
sobre la que no pretendo dar explicaciones,
el tallo azul ultramar,
la flor crece visiblemente
hasta invadir la estancia.
Esta situación podría no existir,
ser parte del mundo que hace mucho
me atrapó.
En el centro acecha la ansiedad,
la visita al caparazón del erizo
junto a una estrella de mar,
una enredadera envuelve
el recuerdo que impide el sueño,
pétalos se abren en las marcas del pincel,
la sala donde espío a Redon                                                                                                
es la espina del erizo que se hunde en la carne,
una vida bárbara
perdida en la amargura del espejo,
y por consecuencia,
despertar, despertar.

 

La aparición de la sangre
indica el daño,
seguir con vida después del hundimiento,
por supuesto, para poderlo contar,
viene de lejos,
un lugar verde y lluvioso
donde el hierro es húmedo
y las flores no tienen olor,
vive tranquilo en un recodo,
y su intención es borrar fronteras,
no jurar, volver al regazo,
se alimenta de de la sopa boba,
de la nada ninguneada,
insiste en andar, seducido por el otro,
jugándose a los dados
el tacto olvidado,
esfuerzo que se aleja en un suspiro,
algunas palabras justas que crecen
en lengua española, paternal alemán,
excelente francés que usa cuando quiere,
en un instante desaparece en el aire
y una isla sigue a otras más lejanas,
Azores, Flores, Terceira, Santa María,
en la incierta nebulosa, sin alma, sin alma,
nunca volver, aunque esté allí,
nunca volver sin alterarse, azufre, estatua de sal
por si mira atrás,
ya se sabe,
aunque vuelva, deja su acento atrás,
su marca del nacimiento
de delicada habladuría.

 

Insiste en acercarse a la bestia,
hay que seducirla poco a poco,
no debes tocarla, quema,
abrasa la yema de los dedos,
no bastan lágrimas,
beberás su sangre, beberás la sangre
de los sueños congelados,
entra con un machete
en la pulpa de la ansiedad,
en el vientre, con ahínco,
cepíllale la crisma,
entre el pelo ralo y el ojo
sentirás la dimensión del espanto.

 

Se despierta con una manzana de oro
en la mano, los ojos entornados
dejan ver que se trata
de un hecho extraordinario,
en la fisura de lo real, a veces
te puede tocar,
pero hay que saberlo sentir,
día a día, con dedicación
la manzana es pesada
y deja un rastro de escozor
como si fuera de arena
o un narciso que late en el corazón,
un geranio en un libro de Baudelaire,
eso es, un deseo o una aspiración
que por su densidad pudiera hundirte,
desconoce el final,
sólo confía en que los días transcurran
junto a la fruta aparecida,
un corte en la voz
para enmudecer, o decir a medias
si de repente se tercia,
pero el objeto, de tan bello,
es envidiado,
y aunque invite a la caricia,
es imposible hincarle el colmillo,
corazón de semillas doradas,
hacia qué lado emprender el camino,
cómo consumir su carne
y recibir la sanación.

 

Abre una caja de bombones Läderach,
los mismos que de niño devoraba,
chocolatier suisse consuela de la pérdida,
ese instante que golpea la mente
permitiendo la disolución,
un tiempo para saborear
mientras el cacao se funde en la lengua,
pistacho, almendra, miel,
comentando los segundos
de bienestar, miel de bosque
domina la pérdida,
un estuche blanco, rasgar la cartulina rugosa
y descubrir el orden,
miel, después mantequilla de Emmental, avellana,
colores en crescendo, cereza del Ticino,
más encarnado no hay,
la identidad ligada a la elección,
mastica un trecho de vida,
uno, uno y después el siguiente,
dice la madre, por venir de donde viene,
la disolución en el placer
provoca la enajenación,
quizá iba para niño burgués,
ciudadano de un vacío que se evade
en cada mordisco, sin supervivencia,
pequeño niño helvético
perdido, perdido por el sabor
del arándano, chocolatier suisse
en cuyo envoltorio hay un verso de Rilke,
insólito no seguir deseando los deseos,
nuevo horizonte, sin definición,
leve cacao, miel, praliné
que atrapa el paladar
hasta la perdición.

 

Observa a diario trabajar al pintor,
el pincel barre el abismo,
entra en un rectángulo morado, un refugio
donde la mano busca lo intocado,
bien al fondo, el centro de un color inalcanzable
como el latido del corazón,
recuerdo de la primera infancia
en el taller, limaduras de cobre
y polvo de esmalte guardado en frascos,
tubos de colores que en los dedos
señalan lo que se ha ido cumpliendo,
el ala de una mariposa verde
cuyo peso no le permite volar,
los libros de arte, las fotos,
me invitan a seguir pasando páginas
del Masaccio, cada cuerpo un color
escondido en una cajita de pinceles chinos,
tesoros prohibidos como el tacto
de las telas, nudos, hilos sueltos
que hilvanan el amor,
y pensar que se quedó dormido,
qué hacer con el pétalo seco
que se pega a la garganta,
un consejo que aparece
en el color naranja, una casa junto al mar
y el bramido de las olas se fijan
al bastidor de un cuadro expresionista,
investiga, busca la grieta de la salida,
el ojo atento a un gran alumbramiento.

 

En el estudio de Nolde,
debajo del mar, se eleva una franja arenosa
detrás de la puerta. Te arrastra una ola
y un cielo de nubes diminutas,
una valla de madera separa las flores del jardín
de los arbustos salvajes, redonda
anémona del agua, tulipanes rojos
dejan su asombro en la espátula lenta,
el aire es frío y los colores son hirientes,
decides dejarlo pasar,
que se convierta en rayo, pararrayos
de un mundo inoportuno
escóndete detrás de la casa,
la alta cristalera retiene parte de la luz
que acapara el paisaje,
con el peso de los nubarrones vibra el pincel,
una casa como la tuya,
se les da cabida a las sombras,
la defensa del contrario,
un gesto de desdén
reconstruye el paisaje.

 

                                para Rafael Mammos

 

Las acequias del palmeral de Ghardaia
conducen al laberinto donde pasar la prueba,
después asciende, llega a la plaza
siguiendo el reclamo del dedo que se eleva
en el aire, el dedo del pensamiento.
Es una gota de cristal, un huevo de avestruz,
la más inaccesible de las ciudades,
donde predicar
la santa poesía.

 

Rijeka – Fiume en el lindero del mar,
se acerca al muelle y no avanza
sin tropezar, es la superficie
donde desaparecen vidas insólitas,
un tiempo bajo las aguas del puerto
esperando que un lector lo rescate,
pasó el hundimiento, el peso absoluto,
y Ödön von Horváth dice que no vuelve,
mejor leerlo, autor de las carencias,
cuál es tu país natal,
dice que respira mejor
para pronunciar el nombre Ödön,
mar de la lejana Hungría, lo puedes imaginar,
Otto en lengua franca,
sin raíces y libre de debilidad,
Horváth nacido en los límites
juega al despiste y huye a cada ocasión,
pero así se expresa la angustia y la vaga nostalgia,
repite, nostalgia de Roth, Zweig,
Schnitzler, Perutz, Kubin,
y Ödön, al borde del mar, ese brazo negro
que te impulsa, pero va a revelar
el secreto, en la punta de la lengua,
un nombre, por un decir.

 

Mi padre me contaba
de las casas cúbicas de El Oued,
y yo, febril, buscaba su equivalente
en una fiesta abrupta, el ojo infantil
recorría las fachadas,
las líneas de los balcones
sumando cúpulas alineadas en el aire
para fabular cada día más.
Colocando las fotos en hilera,
el recuerdo y la experiencia vibran
como un refugio en la cal.
El impacto de la imagen,
una sobre otra formando una baraja
en la mesa, me excita,
pero la intimidad es un suplicio
busca la cavidad, el susto
que apagó la vida de Isabelle Eberhardt
defendiendo la pureza fijada
en un cuaderno consumido por el sol.
Mi padre me contaba el sueño de Isabelle
durmiendo bajo las cúpulas,
la página escrita donde ahonda el silencio,
la huerta del perejil
y la inundación,
la imagen de una cúpula dentro de otra.
El Oued existe en el soplido del viento,
en un corte en la garganta,
las fotografías manoseadas
resisten en la memoria
y enmudecen, como si no las hubiera visto,
formando un borrón
que excita la curiosidad.

 

Rodolfo Häsler nació en 1958 en Santiago de Cuba y desde los diez años reside en Barcelona. Estudió Letras en la universidad de Lausanne, Suiza. Autor de múltiples libros de poesía.  Su poemario Lengua de lobo fue otorgado XII Premio Internacional de Poesía «Claudio Rodríguez» (Madrid: Hiperión, 2019).
Ha traducido la poesía completa de Novalis, los minirelatos de Franz Kafka y una selección de Anthologie secrète de Frankétienne. Es autor de la antología poética El festín de la flama de la poeta boliviana Blanca Wiethüchter.