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De repente no hay pájaros. José Manuel Caballero Bonald

caballero-bonaldLes ofrecemos una selección de poemas de José Manuel Caballero Bonald, destacado poeta español, miembro de la Generación del 50, galardonado con el Premio Cervantes 2012. Los presentes poemas forman parte de su antología personal Material del deseo, publicada por La Otra en 2013.

 

 

 

De repente no hay pájaros
José Manuel Caballero Bonald

 

Ceniza son mis labios

En su oscuro principio, desde
su vacilante estirpe, cifra inicial de Dios,
alguien, el hombre, espera.

Turbador sueño yergue
su noticia opresora ante la furia
original de la que el cuerpo es hecho, ante
su herencia de combate, dando vida
a secretos quemados,
a recónditos signos que aún callaban
y pugnan ya desde un deseo mísero
para emerger hacia canciones,
mudo dolor atónito de un labio,
                          el elegido,
que en cenizas transforma
la interior llama viva de lo humano.

Quizá sólo para luchar acecha,
permanece dormido o silencioso
buscando, besando el terso párpado rosa,
el pecho inextinguible de la muchacha amada,
quizá sólo aguarda combatir
contra esa mansa lágrima que es letra del amor,
contra
                          aquella luz aniquiladora
que dentro de él ya duele con su nombre: belleza.

Allí en el torpe sueño todos
los simulacros de la fe consume,
difunde apenas con fugaz certeza,
unitivo rescoldo de sus vivientes brasas.
En tanto el hombre lucha: existe,
traduce la armonía furtiva del azar,
bebe en los borbotones de su tiempo,
se confina en la fiebre donde afloran
su linaje, su origen, su imposible
destino de buscador de Dios,
de elegido que espera,
ahora,
                          todavía,
encender la ceniza de sus labios.

 

Domingo

La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no lo podéis mirar),
un traje del que cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de temor, esperanzas sobrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando semanas, hambres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.

La veis venir acaso de un afán desahuciado,
de una piedad con fábulas, la veis
venir y ya sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho molde de engaño comunal,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las trizas
de ese telar de amor donde entrevemos
la pobreza de todos que es un cuerpo sin nadie.

Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclementes pestañas,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese sueño blandamente nocivo
que se nos va quedando arrendado en la piel,
que se consume hasta perderse
en un mísero rastro de caricia aterida,
hasta llegar a confundirse con un domingo anónimo,
con un tiempo de nadie hilvanado de lástima.
Y de pronto ese día, el domingo,
ella viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es crédulo en su espera siguiente,
porque está consolándose con un jornal vacío,
porque está desviviéndose
en una vana sucesión de acopios para huir,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.

 

Detrás de la historia

Era la noche aciaga y estuvo el hombre andando.
No se apartó en ningún momento
de su ruta, jamás detuvo
su camino, porque era necesario
que él llegase a vivir cuanto veía.
Cruzó generaciones,
tiempos precipitados en su cautividad,
mares y tierras todavía juntos,
la tiniebla y la luz aún confundidas.

Ya detrás de la historia se detuvo a mirar.
Vio ruinas sin fondo, vasos con venenos ocultos,
vio sombras errabundas, nombres de falsa clemencia,
oprobios como máscaras, armas de doble filo.

Según amanecía, el hombre estuvo oyendo
palabras y palabras, un son como de sangre
derramándose, un temor que vibraba y subía
de todas las ciudades, de todas las habitaciones
de la tierra, acrecentando con su propia saña
las furiosas reyertas de la vida.

Pero el hombre siguió, siempre acechando
el paso amenazante de las hordas,
tal la garduña herida cuando cruje la hierba.
No halló lo que buscaba y quiso amar
a los vencidos, dar su hacienda a los réprobos,
compartir su inocencia con los arrinconados
por la justicia, tramitar
con su vida la salvación de otra.
Y no pudo tampoco (creyó saber por qué).

Entonces registró en su memoria territorios,
guerras, humillaciones, cuerpos, actos,
algo con que librar sus amarras del tiempo
y sintió como un sórdido lastre de frustraciones,
como una encarnizada sucesión de renuncias,
igual que si en su pecho se juntaran
todos los heroísmos de un combate sin tregua.
Tocó la luz en torno suyo. Nada existía,
nada existía. Le cayeron cenizas de la boca.
(Acaso eran despojos de mentiras caducas.)

De pronto el hombre presintió el contacto
de una difusa sombra, de un temblor
expectante y atónito,
de algo en suspenso como un vértigo,
como un miedo de madre naufragada en su hijo.
Miró entonces al fondo de la vida.
Todo estaba vacío. Sólo sintió una ráfaga
de incertidumbre despeñándose,
deshaciéndose dentro del inane
corazón de la historia.
Y allí encontró el sentido
de cuanto había amado, de cuanto habían amado
todos los hombres de la tierra.

Comprendió finalmente que había muerto.

 

Copia de la naturaleza

Como la propia oscuridad,
no como el vago temple
de lo oscuro, como su turbación
de repentina fuga irreparable,
acaso como el sueño, así es la inmensa
palabra fulgente que dices
poco a poco, sin mancillar el velo
del corazón, ofrendando su olvido
sobre un papel, sobre una frágil copia
de la naturaleza, sin escuchar a nadie
detrás de tu pasión, si no es a ella
(a la indigente vida),
si no es a ti, que eres verdad
y cantas, te traduces
llorando, delirando, embriagadoramente
feliz, despiadadamente feliz,
esgrimiendo los nombres ya abolidos,
fundido en la materia circundante,
luchando, escapando de toda pesadumbre,
descubriendo una última entrada
a la alegría, un pecho aún ileso
de la acción de las sombras, unas manos
que abarcan cuanto es vida: todo
ese desenredado mundo
que encarnas, ciñes, juzgas, vas creando
con la sabiduría de tu alma azulada.

 

Desde aquella noche

Era una blanda emanación, casi
una terca oquedad de ternura,
un tibio vaho humedecido
con no sé qué tentáculos.
                          Abrí
los ojos, vi de cerca el peligro.
No, no te acerques, adorable
inmundicia, no podría vivir.
Pero se apresuraba hacia mi infancia,
me tendía su furia entre los lienzos
de la noche enemiga. Y escuché
la señal, miré mi vida junta,
anduve a tientas hasta el cuerpo
temible y deseado.
                          (Madre mía,
¿me oyes, me has oído
caer, has visto mi gustosa
rendición, tú me perdonas?)

La mano balbucía allí dentro, hurgaba
entre las telas jadeantes, iba
desatando el delirio, calcinando
la desnuda razón.
                          Agrio desván
limítrofe, gimientes muebles
lapidarios bajo el candor maléfico
del miedo, ¿qué hacer si la memoria
se agotaba allí mismo, si no había
otra locura más para vivir?
                          Dulce
naufragio, dulce naufragio,
nupcial ponzoña pura del amor,
crédula sed sin tregua, ¿dónde me hundo,
dónde me salvo desde aquella noche?

 

El patio

Cercado de aspidistras, entre el tedio
lustroso de los mármoles y el vaho
humedeciente del aljibe, ¿quién
iba a decirme a mí que aquella
premonitoria libertad
del patio no tenía
más evasión al mundo que su sed?

Allí me entré en la noche
inaugural, entre las araucarias
de añoso graderío y el resol
de los zócalos, hurtando a la impaciencia
las reliquias del tiempo, la concordia
de los repudios corporales.
                          Mano
de la delicia, fui llevado
de bosque en bosque y de río
en río, descalzo ya de mí
pero trabado entre las horcas
vagabundas del sueño.

¿Cuántos iguales cercos de verdad
anduve desde entonces? Del portón
al olvido, del zaguán al desdén,
¿sigue brillando aún
la aljofifa, la loza, el cobre
de tantas matinales aventuras?
Oh ceguedad de luz en que tendía
mi cuerpo, sábana que tapaba
los espejos nupciales, cobertizo
de la patria primera, agrio
solar de las iniciaciones.
¿Quién era aquel que iba
dividiendo los oros y los fangos,
esquivo entre las frondas
de pétalos carnales, de desnudos
temores, devastando
lo extenso de mi cuerpo y de mi alma?

Ciclos de salvación
y de condena, aceleradamente
desuncidos del yugo de los años,
cláusulas turbadoras
en cuyas líneas fúnebres
fui leyendo mi vida.
                          (Al borde
del brocal del suicidio,
junto a la flor terrible
del cante de la fragua, ardía
la mano de un pintor, no sé
si la de Tàpies
o la siempre iracunda de Manuel
Viola, desvelando
lo que yo no podría repetir
sin morirme, pero que congregaba
todas las significaciones
últimas de mi fe.)
                          Y desde
entonces, ¿en qué suplicadoras
columnas, en qué muros
roturados de pólvora, en qué broncos
arrecifes, peldaños, soportales
apoyé mi palabra, su argumento
de gastada crueldad?
                          Sé que no supe
ganar los serviciales trámites
de lo que digo ahora, patio
con clima de mi corazón, cisterna
de anhelantes barandas de peligro.

Oh cerrazón del tiempo en torno
de mi libre vivir, dame lo necesario
para no claudicar: ebrio, desnudo y solo
por el mundo, a ver si así
me merezco la muerte en aquel patio.

 

De repente no hay pájaros

De repente no hay pájaros.
Desde un boquete gris del duermevela escucho
el sigilo del aire, el cóncavo
baldío del no canto.
                          ¿Dónde clama
la vida, con qué equivocaciones
enmudecen sin más
los insectos, los árboles, las fuentes?

Contemplo ese magnífico
instrumental de la naturaleza,
los sonidos no audibles hacinados
en la parasitaria cerrazón del paisaje.

Ya no soy más que ese silencio
generado en el hueco de un despertar sin pájaros.

 

Órbita de la palabra

Yo he dicho por ejemplo: amada, pueblo mío,
madre mía, esperanza, somos iguales, siempre,
pan, hermano, te quiero… He dicho en fin que el mundo
cabe en mis labios, gira en sus bordes, me dicta
su palabra insaciable, me oprime entre los nudos
que amordazan la historia furtiva de quien fui.

Todo eso lo he dicho y quizá sea bastante,
quizá lo que he callado sea materia de olvido,
almacén de codicias donde un dios me sepulta,
donde estoy rescatándome, adivinando el cerco
que separa mi boca de todos los caminos
que ocupan las palabras debatiéndose a ciegas.

Pero me llamo hombre. Mi memoria está viva,
va más allá del tiempo, de jornales ganados
a fuerza de renuncias, de míseras cautelas
para andar y estar solo y andar después aún.
Pero me llamo tierra. Mis efímeros sueños
no pueden contener ese enjambre de indicios
que mi cuerpo recibe, que mis manos soportan
y más y más reduzco cuanto más me aniquila.

Exploro mi evidencia, es decir, mi secreto,
ese azar que jamás se me ofrece y desnuda,
que va siempre conmigo y controla mis ocios.
Veo mi casa en el sur, luminosa entre nieblas,
hecha con sueños míos, con preguntas a solas,
crecida hacia mí mismo como el trigo hacia el pan.
Digo su nombre y otros que mis labios restañan.
Reúno en mi memoria las vidas que he amado,
los sitios donde estuve, los libros que habité,
toda la realidad y el sueño en que consisto.

Y de pronto este día de octubre, no sé cuál,
me he topado de bruces contra un tiempo vacío,
contra el pan de estar solo que comparto con nadie,
y casi estoy seguro que nunca he de poder
represar la corriente de tantos días vanos
como están despeñándose en mi ignorancia de hoy,
en esta vulnerable memoria que parece
contener el tamaño caliente de la lluvia,
la sombra de mi infancia donde yo sigo siendo
un miedo combativo, un temor que conserva
ese último rastro de esperanza o de música
que resbala a lo lejos y me hace entender
que aún busco esa palabra que acabará salvándome.

 

Vengo de una palabra

Vengo de una palabra y voy a otra
errática palabra y soy esas palabras
que mutuamente se desunen y soy
el tramo en que se juntan
como los bordes negros del relámpago
y soy también esas beligerancias de la vida
que proponen a veces una simulación de la verdad.

Semejante a la noche, vengo
del negro y voy al blanco y busco
dispensarme de mí con ese blanco y nunca
llego a ser lo que yo más deseo:
esa palabra suficiente que precede a la última.

(Únicamente soy
mi libertad y mis palabras.
J.M.C.B.)

 

 

José Manuel Caballero Bonald  nació en España en 1926. Es uno de los autores más importantes en lengua española del siglo XX. Miembro de la Generación del 50, su trayectoria posee diferentes etapas, desde los años comprometidos frente al franquismo (por lo que fue encarcelado), hasta la denuncia de la sociedad gregaria y consumista de las últimas décadas, pasando por el preciosismo temático y estílistico. Viajero y muy apegado al continente hispanoamericano (su abuela era cubana), ha sido recientemente galardonado con el Premio Cervantes 2012, aunque sería innumerable la lista de premios y distinciones. Poeta, novelista, memorialista, folklorista y divulgador cultural, su tarea a lo largo de más de seis décadas nos ofrece una obra fecunda y rica caracterizada por la precisión léxica, la indagación lingüística y la innovación, junto al barroquismo.