Glenn Gallardo. Poemas. México, 1951

glenn-gallardoMúsico, traductor y poeta, vivió durante diez años en París tocando el piano en bares, hoteles y restaurantes. Entre sus libros destaca “Ejercicios para las dos manos”, Ediciones sin nombre, 2002.

 

 

 

Poemas de Glenn Gallardo

 

glenn-gallardo
Glenn Gallardo

DÁDIVAS DEL VIEJO ODISEO

Ya no he tenido nada más que dar a mis amigos.
En las fiestas, fue la libación,
luego el banquete de las exequias fúnebres.
Compartimos la casa y las recámaras,
las mujeres y el vino, los viajes sin retorno.
Ninguno de ellos fue oneroso para mi corazón
porque yo se lo daba sin pedir algo a cambio.
Ya nada es como antes, pues los años vividos
suelen acometer en la conciencia con voces
duras y hostiles. Un mal viento llegó
para desmoronar las obras de la juventud.

Yo me encuentro ya ciego y sin voz, sin nada más
que darles. El tiempo ha desatado
una llovizna pertinaz y cada uno se queda
encerrado en su casa, sin querer ver a nadie.
No es verdad que converjan
dos buenas voluntades más de diez años justos.
La amistad o el amor se echan a perder
por obra y arte de una fricción que irrita
las partes más sensibles del cuerpo y el espíritu.
La sola acción del ácido habría de forjarnos
seres más resistentes, para futuras épocas.
Pero no estamos hechos todavía de ese temple.

El talento anudaba a las corrientes aguas
de una melodía, la palabra feliz y el alegre trémolo
de los tiempos gloriosos.
Los gorjeos trinaban en la fuente Castálida
adonde se ahoga –herida de muerte– toda vida anterior.

No tengo nada más que dar a mi gente.

 

NOTICIAS DE ULTRAMAR

Esto es algo de lo que el día dejó.

Cuando bajó la nube el ancla para quedar
          varada
todos los serafines volaron como peces
alrededor del barco. Era una invitación
para aquellos viajeros que anhelan ver los reinos
de la oscura comarca.
El elemento agua y el elemento sol
se oponen a la noche, que sin embargo fluye
reforzando su empuje con vientos norte-sur
del lado de las pléyades, donde suelen
          sentirse
las corrientes que llegan del océano profundo.

Ahí está el arenal. Un antiguo reflujo
moja los pies del sueño, que a la primera voz
de “¡agua!” abre alerta los párpados.

Nadie estaba en la proa. Habiendo descordado
las jarcias, dedujimos que el tiempo
no era propicio, que antes
de algunos nudos tendríamos que enfrentarnos
de nuevo a la rada.
Todavía hubo más.

En el silencio ardían algunos cuantos pájaros
incrustados al techo de la celeste bóveda.
Era un azul aguamarina el aire
asfixiante y sin peces. Se hizo más tarde así
de lo que fue la vida, a la hora en que el viento
sopla con una sed que quisiera apagarse
dentro del fondeadero.

Por eso ha sido arduo
el deber soportar, contra viento y mareas,
más tormentas eléctricas y variaciones térmicas
de las que se vivieron durante todo el vasto
proceso del Génesis.

Era de noche ya cuando avistamos el puerto.

 

EL PROPÓSITO EN TURNO

 

¿Cómo pensar en ir derecho al grano
cuando uno se la pasa dando tantos rodeos?
Acaso el camino más corto en realidad
es el que da vuelta en círculos;
para acercarse al centro es necesario hacer
algunos escarceos, tantear al enemigo,
rondar la fortaleza que ha de ser conquistada.

Dicen que Roma no se hizo en un día:
la loba con sus hijos tuvo que esperar
a que el fruto en la rama estuviera maduro
para poder morder; y quizá no sabía
ni siquiera ella misma que el mundo iba a ser suyo
mientras Rómulo y Remo jugaban en el limo.

Yo, que jamás acerté a hallar el buen camino,
me acojo a esta divisa: “quien persevera alcanza”,
pero como el vigía que acecha la llegada del alba
para asaltar el día.

 

RELACIÓN CAUSAL

Llevan los elementos su existencia
con toda calma y toda sencillez.
Todos los días están de sobremesa.
Aquel que mora en sus adentros
es un dios de los lares, una divinidad doméstica
que reina en las cazuelas,
chimeneas y despensas.
Por él han inventado el pan,
por él los habitantes de los recintos íntimos
encauzaron el agua y amansaron el fuego;
enseñó a hacer orfebres
e infundió vida al barro y al metal
con un torno y un fuelle.

Los elementos llevan su existencia
con toda calma, con toda sensatez; y el hombre
que convive con ellos –dándoles un ritmo
con pala y azadón, yendo parsimonioso
a la labor, recorriendo ciudades,
visitando países lejanos a lomos de un jamelgo–,
es un hombre sin peso en la conciencia,
aconsejado por la voz de los augurios
que llegan a su mesa.

Él se reúne con sus comensales
como si, cada vez, la ceremonia del inicio del mundo
tuviera lugar; a un orden primigenio,
que es el que vive bajo todas las formas
y da sentido al pan, al vino,
al aceite y la sal,
vuelven las viandas consagradas por la amistad, regresa
el mismo sentimiento que es goce y volición,
arte y concejo.
Una disquisición se desarrolla,
en tanto todos (que es uno nada más,
sentado a la derecha de su propia persona,
teniéndose a su izquierda mientras se ve de frente)
hablan al mismo tiempo, escuchándose atentos
sin que haya interrupción ni interferencias.

Los elementos viven entre sí, tranquilamente,
llevando una existencia que no es caos,
ni disipación, ni pena.

 

PULSO

 

Agua que no has de beber… déjala pasar,
pero no desperdicies esa fuente
nacida para ti. En medio de la plaza,
como un anhelo cultivado largamente,
viniendo de conductos subterráneos surge el chorro
vivaz, fresco, jadeante.

Si el agua es de todos, cada quien bebe un poco
de la suya. Los sorbos con que el tiempo
mide la vida a cada cual, están contados
según la prisa o lentitud de la corriente.

El agua que no bebas correrá, será de otro;
su fresca transparencia parecerá a cualquiera
la de un venero propio. Vive tu vida,
bébete el agua: la que te toca a ti
y a través de profundas galerías
se agolpa y corre a ciegas para encontrar la luz.

 

CICLO

 

Es el invierno, el cierzo despiadado
golpeando un flanco y otro del planeta,
el mismo que quisiera aquí, en esta casa,
colarse debajo de la puerta; el descontento
anima su arrugada faz, dándose apenas
abasto en arrasar campos y huertas,
en socavar las minas de la tranquilidad
con su helada herramienta. No deseamos
escatimar sus méritos, negar
que existe y llega este año con sus huestes
más fiero y destructor; tal vez así
la vida regenera y atesora
lo que otra primavera habrá de dar
a manos llenas. Quizá. Pues el mañana
nunca está aquí sin que algún sacrificio
se produzca, según como lo enseña
el rito. O tal vez porque el tiempo
de destrucción precede al tiempo de la siembra.

 

LA ORACIÓN DE LA TRIBU

Hemos de darte aquí, con nuestra devoción,
lo que para ascender hasta el día presente
necesitó de siglos, todo un tiempo vivido
por hombres y mujeres a lo largo de calles
como son esas calles que desde todas partes
pueden hacernos ver el ayer y el mañana.
Hemos de darte aquí
nuestra opinión acerca de las cosas
cuando en nuestros espíritus resuena todavía
la lección de los viejos:
vivir, sufrir, amar, dar por hecho que todo
nos ha sido prestado por un tiempo
como si fuera para la eternidad.

Por eso respondemos por nuestros propios actos
y por eso te hacemos la solemne promesa
de que, con nuestra acción,
con la actuación que demos durante nuestro paso
por la escena, sabremos ser juiciosos,
dignos, nunca sobrepasarnos
en los gestos y el tono de la voz;
que jamás le daremos a la interpretación
un valor excesivo,
ni visitaremos la tragedia o el drama
como se va a una fiesta de disfraces
o a una casa de citas.

Pero eso sí: nosotros
(pues tú podrías igualmente creernos
a pie juntillas) no dejamos de hacer
que el amor y la fiesta
sean también nuestra herencia, como lo son los días
de guardar, el óbolo, la purificación.
Y aunque tal vez tú pienses
que ese viejo ritual de llegar a tu casa
una vez por semana
para hallarnos contigo y los santos espíritus
que te acompañan, es sólo una mecánica
necesidad de atarse a costumbres antiguas
– como en su mansedumbre el animal
se resigna a la yunta –, sólo recuerda esto:
somos un pueblo bárbaro
asentado a la orilla de un río que corre entre las cimas
de un país montañoso,
y hemos creído a veces en la eternidad
sembrando de rodillas en nuestros pobres campos
el grano de sal para garantizar que aquí,
en estas tierras nuestras (como también son tuyas),
florezca al fin un día el árbol de la luz.

Al pie de la montaña, cuidando a sus ovejas,
un pastorcillo tañe un aire rumoroso:
ése es el canto que le inspiran los pájaros.
Y allá, en la ladera, el rebaño se mueve
como una tribu en busca de un redil
parecido a su aldea.

 

 

Glenn Gallardo nació en la Ciudad de México en 1951. Durante muchos años se dedicó a la música, lo que le permitió sobrevivir en París durante diez años, tocando el piano en bares, hoteles y restoranes. Antes de ir a Europa había publicado una primera plaquette de poemas (“Señales de vida”, 1980) en la desaparecida edición de los Cuadernos de estraza. A su regreso a México publicó en Ediciones sin nombre otro pequeño libro de poemas en prosa (“Ejercicios para las dos manos”, 2002). Desde su regreso al país se ha dedicado básicamente a la traducción de libros del francés, particularmente Para leer a Georges Bataille (Fondo de Cultura Económica, 2012), Reflexiones, selección de ensayos de Paul Valéry (Casa de las Humanidades, UNAM, 2002) o La pasión moral, igualmente una selección de ensayos de André Gide (Casa de las Humanidades, UNAM, 2007). Actualmente prepara un nuevo libro de poemas, aún sin título.